jueves, 25 de septiembre de 2008

La muchacha de la Casa Luna (II)





Susi Babío
Muchacha a la orilla del río. A Coruña 2008.
Galería Xerión, playa de Riazor. A Coruña









Como había prometido, continúo con "La muchacha de la Casa Luna", espero que alguien me diga si le gusta. Por mi parte, la próxima semana continuaré con la tercera parte.







La muchacha de la Casa Luna



II


Era curioso pero durante todo el rato que su jefe le estuvo hablando no se le había borrado aquella sonrisa que le asomaba por la comisura de la boca. A Ricardo aquello no le gustaba nada, y el mar de incertidumbre iba generando olas cada vez más grandes que amenazaban con engullirlo.

Al cabo de un rato volvió Leonardo.

- ¡Aquí estamos! Ricardo, te presento a tu ayudante a partir de ahora mismo – dijo con una amplia sonrisa de satisfacción -. Mi hija Rosetta.

Y de repente apareció en la puerta del despacho, la muchacha más bonita que Ricardo jamás había visto.

Era una joven de unos veinticinco años, morena, con el pelo corto peinado a lo “garçón”. Debía ser casi como él de alta, quizás con una diferencia de tres o cuatro centímetros aproximadamente. Ricardo medía, en situación normal, uno ochenta y dos. Aunque en aquel momento no se atrevería a medirse. Así que Rosetta rondaría el metro setenta y ocho, más o menos. Con los ojos verdes más bonitos e impactantes que jamás hubiese imaginado. Le recordaron al color del fondo del mar de esos documentales de arrecifes de islas paradisíacas, llenos de corales y peces de miles de colores sobre el verde del lecho marino. Su figura…, ni se atrevía a fijarse en ella, porque lo que nunca le había pasado, le acababa de ocurrir. La temperatura de su cuerpo le había aumentado tanto que como cualquier “pipiolo” de quince años se había puesto colorado hasta las orejas. Lo que le produjo un incómodo círculo vicioso circunstancial. Ella le había hecho sudar, el sudar le hacía sonrojar y el sonrojo le hacía sudar, y el sudar… Monegros se dio cuenta de la situación y como jefe y sobre todo padre, quiso dejar todo aclarado y bien aclarado.

- Ricardo, mi hija Rosetta acaba de terminar la tesis de fin de carrera “cum laude”. Va a ser una gran periodista. Te lo aseguro como padre, y sobre todo como profesional con tres lustros de labor periodística a mis espaldas. Así que a partir de ahora mismo seréis uña y carne, profesionalmente hablando ¡He dicho profesionalmente! ¡¿Queda claro?!

De repente se le había borrado aquella sonrisa burlona, pero habían aparecido unas inquietantes arrugas en su actual ceño fruncido.

- ¡Ricardo! ¿Me quieres contestar?

- ¡Eh! ¡Oh, sí! ¡Claro, como no! ¡Tú mandas! Y yo tengo que terminar mi articulo y nada más ¡Ok, jefe!

- ¡Estupendo! – dijo Leonardo respirando profundamente -. No sabes lo que me alegro de me hayas entendido. Rosetta, hija, te presento a un gran periodista de investigación que en este momento se halla perdido en una encrucijada muy complicada y peligrosa. Necesito que empecéis a trabajar inmediatamente.

Desde aquel día no se habían separado. Pero su relación, muy a su pesar, no dejaba de ser meramente profesional. Rosetta, como la había presentado su padre, a pesar de su juventud, era una mujer muy ambiciosa. Sabía lo que quería y no paraba mientras no lo conseguía. Gracias a ella, a su intuición y “mi experiencia”, como solía decir Ricardo, habían logrado salir de aquel embrollo que era el caso de los “Protésicos dentales”. Seis meses después y por culpa de su cabezonería, Monegros les había adjudicado este caso que la primera vez que Ricardo lo había oído, creyó que les estaba tomando el pelo. Ruedas para cochecitos de bebés, con cubiertas de un caucho transgénico de última generación. Gracias al cual los bebés no necesitaban empezar a andar para matarse, pues se desgastaban a tal velocidad que en algunas ciudades con cuestas en las calles, ya se habían dado varios casos de accidentes al dejar las madres a sus bebés “aparcados” con el freno puesto y este no ser efectivo por la falta de rugosidad en las ruedas. ¡Absurdo! ¿Verdad? Pues era cierto. Es más, uno de los niños había fallecido. El cochecito, incontrolado, fue a parar al medio de la calle, encontrándose de frente con una furgoneta de venta de helados con demasiada prisa por llegar a su lugar en el paseo de la playa.

Y en medio de ese fregado se encontraban ellos dos. Ricardo más perdido que un calamar en pleno desierto, y su ayudante como un perro sabueso olfateando debajo de todas las piedras. Y a todas horas. Por eso les habían dado casi las doce de la noche en la redacción, hasta que los surtidores cortafuegos del techo comenzaron a funcionar por el humo que ya salía de sus cabezas.

Ricardo necesitaba urgentemente unas vacaciones. Necesitaba urgentemente rematar esta investigación. Y sobre todo no sabía como decirle a Rosetta si aceptaba acompañarlo a recorrer el mundo durante todo un año sabático. Ese que otros periodistas utilizan para escribir un libro. Pues al diablo con el libro. Él sólo quería escribir su historia, día a día sin preocupaciones, con Rosetta.


(Francisco Vila. "La muchacha de la Casa Luna" novela. A Coruña, Noviembre de 2005)


jueves, 18 de septiembre de 2008

La muchacha de la Casa Luna



Susi Babio. Desnudo , A Coruña 2008







Tenía la esperanza de que La Sala de Exposiciones tuviese algo de éxito, pero por lo que he podido comprobar, y ha sido desde Mayo, como escribí en esa última entrada, ¡Aquí paz y después gloria! Nadie se ha decidido a participar, pues no hay problema, tengo demasiados amigos artistas que, ellos sí, me han mandado sus obras para que yo las vaya exponiendo y acompañen a "mis pequeños atrevimientos literarios". Y además, de esta forma, pongo en práctica otro de mis "aventureros proyectos", cambiar temporalmente, sólo temporalmente, la poesía por la narrativa en prosa. Así que a partir de hoy y semanalmente, voy a intentarlo, iré "troceando" una novela de intriga que hace tiempo empecé a escribir. Con ello conseguiré dos cosas: una, ver si gusta. Y dos, terminarla de una vez. Será una especie de experimento. Veremos qué pasa.





La muchacha de la Casa Luna


I

En el reloj de la torre del Ayuntamiento acababan de dar las doce. Era curioso, pues por la mañana las campanadas eran precedidas por una música agradable, que no pasaba absolutamente nada desapercibida. Ni más ni menos que el tema “La Sinfonía del Nuevo Mundo” de A. Dvorak. Pero ahora en el silencio de la noche, las campanadas sonaban solitarias y un tanto lánguidas. Y si no fuese por el agradable calor de principios de verano, habrían sonado excesivamente lúgubres y frías.

Comenzaba el verano, pero se notaba que aún no habían empezado las vacaciones, porque a pesar del tiempo y de la hora, las calles permanecían llamativamente vacías en una ciudad de tamaño medio, como diría cualquier “urbanitas” que se preciase. Y en medio de aquel vacío, ellos dos. Caminaban despacio, venían de trabajar. La investigación de un caso de fraude en las ruedas para cochecitos de bebés, les había hecho trabajar más de la cuenta. La investigación de la fiabilidad de las fuentes de sus informantes les ayudaría a utilizar, sin consecuencias para el periódico, todos los datos aportados a su trabajo. Y de este modo conseguir desenmascarar a parte de un gremio actualmente en alza y que siempre alardeó de altruismo en todos sus servicios a la sociedad.

Ricardo, periodista. Experto en periodismo de investigación. Treinta y tres años. Licenciado en periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Soltero, sin compromiso, mejor dicho, totalmente comprometido con su profesión. Ella, Rosetta, becaria. Su ayudante y compañera “circunstancial” en las tareas de investigación. La había conocido, quizá debería decir mejor “descubierto”, seis meses antes cuando pretendía concluir una investigación sobre el fraude “DE LAS RUEDAS PARA COCHECITOS DE BEBÉS”.

Leonardo Monegros era un hombre de mediana estatura, rechoncho, con un rostro jovial, la mayor parte de las veces. Excepto ahora que Ricardo lo tenía delante y le estaba advirtiendo que los plazos para rematar el trabajo y poder editar y publicar la investigación se estaban agotando. Debo aclarar que Monegros era su redactor jefe y estaba suficientemente enfadado. A Ricardo le quedaba una semana para conseguir una de las dos cosas que marcarían su futuro. Una de ellas era acabar el trabajo, publicarlo y que las autoridades correspondientes actuasen como se esperaba y así poder conseguir el mérito y reconocimiento que le correspondía como uno de los grandes periodistas de investigación del país. O por el contrario que el artículo acabase con él, sin lograr rematarlo. Y encontrarse “de patitas en la calle” por inútil y fracasado. Con el consiguiente rechazo por parte del gremio de la prensa. Suponiendo el fin de su carrera.

De repente Leonardo, en un último intento por salvarle del fracaso, cosa que en aquel momento aún no entendía, le dijo con una enigmática sonrisa burlona:

- Ricardo, ya sé que te gusta trabajar solo. Es más estoy de acuerdo contigo. Por lo general trabajas mejor solo, por tu cuenta y riesgo. Pero ahora tenemos un problema y eso nos afecta a los dos. Yo tengo una gran responsabilidad en el periódico y no puedo, ni deseo arriesgarme. Así que me veo obligado a tomar una decisión muy importante de cara a nuestra colaboración profesional.

En ese momento el mundo se le vino encima. Ya se veía en la calle buscando una oportunidad lejos de la ciudad. Quizás en alguna provincia lejana, en una población medio olvidada y en un periodicucho donde su nombre no sonase mucho y pudiese pasar desapercibido en la sección de necrológicas, por ejemplo. O en una esquina, con la mano extendida, esperando una caridad que le permitiese seguir viviendo. En medio de estos catastróficos pensamientos oyó la voz de Leonardo, que sonriendo le decía:

- Tranquilo hijo, tengo la solución. Espera un momento vuelvo enseguida ¿Quieres tomar algo? ¿Un café? Enseguida mando que te lo traigan.

Y salió de su despacho dejándolo en un mar de dudas e incertidumbres.


(Francisco Vila "La muchacha de la Casa Luna", novela. A Coruña, Noviembre 2005)