Dolores Parga. Playa de Santa Comba
Como había prometido, cambio de imagen para la misma narración. Una playa de mi fantástica tierra. Un cuadro de una pintora fantástica.
La muchacha de la Casa Luna
IX
El sonido de una lata de cerveza vacía al caer, tras tropezar con ella un huidizo gato vagabundo, negro, convertido en un fantasma por la tenue luz de las farolas, y que salió disparado del callejón lateral del bar “Luna”, sacó a Ricardo de su ensimismamiento. Mientras volvía a la realidad y el gato desaparecía atravesando la calle e introduciéndose por otro callejón más alejado, nuestro hombre caía en la cuenta de un curioso detalle. Mientras la policía investigaba el lugar donde ahora se encontraba Ricardo, unos pocos soñolientos vecinos de las casas colindantes, en pijama y bata, se habían acercado a curiosear. Que por cierto no eran muchos ya que un gran número de las casa de aquel barrio habían quedado vacías. Vacías gracias a los proyectos inmobiliarios que las autoridades municipales habían desarrollado para modernizar la zona, bastante abandonada y deteriorada, denunciaban los periódicos casi a diario. Era algo así como el huevo y la gallina. No se sabía si el proyecto era para solucionar el deterioro lógico del barrio, debido a su antigüedad, o si en realidad se había abandonado, lógicamente, durante mucho tiempo, para poder sacar una buena tajada inmobiliaria ¡Quién podría saberlo!
Las luces y las sirenas de la policía y la ambulancia habían despertado y atraído a aquellos intrigados vecinos que miraban, alternativamente, a la policía, al cuerpo inmóvil apoyado en la farola, cubierto con una manta plateada, esperando la llegada del juez, y a la pantalla de aquella farola, que presidía silenciosa la escena. En aquel momento no le había dado demasiada importancia, estaba más atento a las labores de los agentes del orden, a lo que hacían o dejaban de hacer. Y sobre todo estaba más atento a lo que podía estar pensando su compañera, que al fin y a la postre era el motor que tiraba de la desgana que, últimamente, embargaba a Debray. Así que ahora intentaba ver, con aquella pequeña pero potente linterna, qué había en aquella farola que tanta atención ejercía sobre los curiosos.
La parte superior de la farola, la que albergaba a una lámpara, ahora “ausente”, estaba compuesta por cuatro pantallas de cristal. De las que tres hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido. Y en la que, a duras penas, permanecía en su lugar se podía observar que algo plateado, como una cinta del pelo, atravesaba el cristal por dos agujeros del tamaño de una moneda de dos euros. Entraba por uno y salía por el otro, colgando unos quince centímetros por cada uno de ellos. Era realmente curioso. ¿Qué hacía allí aquella cinta? ¿Quién se habría molestado en introducirla por los dos agujeros tan limpiamente? Y sobre todo ¿quién había hecho aquellos dos agujeros tan perfectos en aquel lugar tan absurdo? Necesitaba una escalera. Tenía que volver por la mañana. Mejor dicho, volver por la mañana después de cumplir con todos los compromisos ineludibles, que tenía en su agenda. Ahora tendría que conformarse con lo que acababa de descubrir, el colgante.
(F. Vila. “La muchacha de la Casa Luna”, novela. A Coruña, noviembre 2005)
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